miércoles, 9 de agosto de 2017

Destierro

Salía a sudar toda la absurdez del día. Desde temprano había tenido la impresión de no poder esperar la noche para salir a correr el patetismo que se había apoderado de mí desde apenas entrado el alba. Y corrí largo rato, sin descanso, a la velocidad en que se pueden ver las cosas. Y vi niños jugar alegres junto a padres ausentes, distantes, un poco en otra cosa, en el teléfono, en el carro, con ropa de oficina encima, pesada, un hilo de algún perfume todavía. Corría y no me dejaba el absurdo, a mi lado, a mi ritmo, adelante, atrás, pero ahí. Seguía y más adelante el bus, lleno, la gente húmeda, hambrienta, somnolienta, cansada; y frenaba descortés y se apiñaban en el centro; arrancaba y se incorporaban de nuevo, volvían a la misma forma de antes, un poco encorvados para hacer contrapeso a algún bolso.  
 
Llegaba a un parque a buscar un aire que no me pareciera tan pesado, tan hostil, y a buscar algo de tomar porque no aguantaba la resequedad de los labios. Fue cuando vi la pareja. La brisa me traía un susurro extranjero, una voz ronca y seca, sorda, masculina, la que más hablaba. Luego de cinco minutos de disimulada atención supe que se trataba de una pareja de venezolanos, y me reproché no haberme dado cuenta antes, no haberlo sospechado al menos, intuido. Juzgué mi distracción. En suma, el venezolano, de espaldas, en mangas de camisa, que alguna vez fue blanca, le decía a la chica, con una convicción que me parecía infantil, que todo iba a estar bien. Naturalmente es muy distinto que planees un viaje, que te prepares, que juntes dinero y al cabo de cierta suma reunida te vayas, que te crezcan alas y vueles. Distinto es que organices, calcules todos los detalles con antelación, sepas a dónde vas a llegar y hasta tengas un empleo ya seguro, digno. Otra cosa es que decidas cuándo irte. En la cara de ese par no había tal cosa. Era la cara de unos desterrados, de alguien que tuvo que dejarlo todo de golpe; a juzgar por la edad, de un padre y una hija ya adulta, veintitantos, hablando del dichoso futuro; más bien hablando él, porque de la voz grave de la mujer sólo se escuchaban improperios en contra del culpable de su situación. Cuando al fin pude verle el rostro, bajo la luz amarilla, débil de una lámpara, vi en sus ojos apagados, negados a la noche, el destierro, la ignominia, un rictus de desconsuelo, de nada que hacer, de resignación. En cambio, el hombre sonreía sincero, dándole a su hija suaves golpes en la parte de la espalda desnuda y en el pecho de senos pequeños, puntudos, indiferentes. Ella negaba con la cabeza siempre, la frente arriba, húmeda, abyecta. Cuando alzaba la voz, el hombre le ponía el índice trémulo en los labios, dulce, tierno; no la dejaba insultar abiertamente, despotricar libre en un país ajeno que todavía no terminaba de aceptar su infortunio.  

Me iba. Salía corriendo de nuevo a gran velocidad para desprenderme de la imagen; pero al cabo, los pulmones reclamaban lo suyo, el espacio que la nicotina les venía robando por años, y tuve que parar, sentarme, descansar. Me pareció una ironía gigantesca el hecho de haber sido testigo de esta desgracia familiar justamente acaecida en el parque Venezuela.  Un momento más tarde me incorporé y seguí, caminando esta vez, lento, reflexivo, apretado.

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