sábado, 12 de agosto de 2017

Breve comentario sobre Hombre irracional de Woody Allen.

"La filosofía es masturbación verbal."
Abe Lucas.

Desconozco por completo el éxito o fracaso que pudo tener en 2015, fecha de estreno, esta película de Woody Allen. Desconozco también el nombre de los protagonistas. No alcancé a leer los créditos. Por supuesto que sus caras me fueron muy conocidas; la de la pelirroja que en Birdman era rubia (imposible olvidar esos ojos eyectados del rostro), y la del tipo de  Gladiador, el que con el dedo arriba o abajo decidía el futuro de los luchadores; muy famoso él, por cierto. Podría perfectamente googlear y escribir acá sus nombres, trayectoria y demás, pero es que realmente no importa. No quiero posar de cinéfilo ni nada de esas cosas que no soy. En cambio, el nombre que sí me importa y que me aprendí para siempre es el de Abe Lucas, un brillante profesor de filosofía sumido por completo en el absurdo. Y me lo aprendí fácil, como me aprendí el de Eladio Linacero, el de Roquentin y el de monsieur Meursault. Por cierto, me hubiera gustado que alguien me hablara antes de esta película, le estaría agradecido toda la vida, como le agradezco a Feinmann que me haya llevado a Camus y a Sartre; como le agradezco a Onetti que me haya llevado a Arguedas; como le agradezco a Díaz que me haya llevado a la nada, porque la nada es todo para mí;  es decir, si bien no todo al menos es algo, un punto de partida y no un final, una conclusión como muchos creen. Pero nadie lo hizo. La vi porque así tenía que ser y ya está. En realidad eso da igual. Lo que me interesa y quisiera es tratar de terminar esto que empecé a manera de comentario. Lo cierto es que ahora no sé qué sea. Juzgue usted, amigo lector. 
Abe Lucas, como decía más arriba, era un reconocido y brillante profesor de filosofía que había caído por completo en el absurdo. Su vida carecía totalmente de sentido. Y aunque era atractivo, lucía descuidado, con un vientre muy pronunciado y un rostro demacrado, caminaba despacio e inclinado hacia adelante,  siempre ebrio, con una joroba que empezaba a dejarse notar. Pero eso no le importaba. A este hombre nada le importaba ni hacía feliz. No reía, no disfrutaba del sol veraniego ni de la paz que brinda la suave lluvia, ni de los amaneceres, ni del café, ya ni del sexo que solía ser su refugio. Ni de nada. Empero creo que era apenas compresible que tuviera esa actitud, pues su madre se había suicidado cuando el pequeño Abe tenía escasos doce años. Todo era basura para él, hasta el mismo alcohol en que estaba inmerso. Pensaba que no había una razón de peso para vivir.
Por otro lado, Lucas gozaba de cierto prestigio dentro del mundo académico, lo que lo llevó a recibir una oferta de trabajo en una universidad lejos de casa (obviamente no recuerdo ni el nombre de la universidad ni dónde quedaba. Y poco importa, realmente). Se fue a vivir y a enseñar allí, sin más esperanzas que las de encontrar buen whiskey.
En esa universidad conoció a Rita, una colega que no dudó desde un principio en insinuársele y él en acceder. También conoció a la inteligente Jill Pollard, una estudiante suya con quien también se enredó sexualmente. Y fue con Jill, la chica del cabello suavemente rojo y ojos ligeramente eyectados del rostro (iba a decir putamente) e hinchados y verdes, muy verdes, con quien Lucas encontró sorpresivamente el sentido de su vida; a ver, fue con Jill pero no por Jill que Lucas encontró un motivo para vivir. La cosa fue así: estaban los dos en un café, charlando y demás, cuando de repente Jill se interesó por la conversación de la mesa de al lado que escuchó por accidente, e invitó a Lucas a que sentara de inmediato a su lado para que pudiera oír: una señora, madre de unos pequeños, contaba su drama personal a otras personas que estaban con ella; les decía, entre otras cosas, que el corrupto juez de familia Thomas Spangler (tampoco olvido el nombre de ese infame) había fallado en su contra, quitándole la custodia de sus hijos y dándosela al padre, un hombre malo que no tenía forma de tenerlos bien, solamente porque éste, el juez Spangler, simpatizaba con el abogado de su ex. Por supuesto que esta mujer estaba destruida, iba a perder a sus hijos en pocos días. En aquella conversación esta pobre madre deseó cándidamente la muerte de Spangler. Pero Lucas, que escuchaba atento, le respondía en la mente, le decía a la dama que eso no iba a pasar si no lo provocaba, porque "desear no funciona". Y es verdad; si uno quiere que algo pase no basta con desearlo, hay que hacerlo. Y quién mejor que él para ese trabajo. Era trabajo de Superlucas.
Las sorpresivas ganas de vivir de Lucas radicaban, pues, en que iba a matar al juez de familia Thomas Spangler. Había encontrado al fin una razón para vivir.  No cabe duda que las lágrimas de la mujer lo conmovieron profundamente. Pensaba que matar a ese "bicho" era hacerle un bien a la humanidad. Por otro lado, lo motivaba un asesinato perfecto, artístico, estético, y para ello, por supuesto que debía ser con veneno, con cianuro específicamente. Así que su vida se llenó de luz, de color. Los días dejaron de ser grises... Empezó a disfrutar del sexo con Rita y con Jill y de todo lo que antes había desdeñado, como la naturaleza y sus paisajes, por ejemplo. Se lo veía beber menos también. Era un hombre nuevo, sin duda, desde el momento mismo en que empezó a planear la muerte de Spangler. Y lo mató, en efecto.
Pero esta felicidad le duraría muy poco a Abe Lucas. Estaba convencido de que el asesinato había sido perfecto. Ignoraba por completo que lo habían visto salir temprano de casa aquel sábado aciago. Entretanto, Jill Pollard se daba cuenta de que el asesino del juez Spangler era el profesor Abe Lucas, su amante. Estuvo segura de ello el día que entró a la casa de Lucas y encontró en su escritorio una copia de Crimen y castigo de Dostoyevski, y en la copia algo anotado referente al asesinato. Lo descubrió y lo presionó para que se entregara. Iban a condenar a otro hombre en su lugar. Moralmente eso estaba mal, y ese sentimiento de culpa le incomodaba mucho. Lo paradójico es que Lucas tenía varias publicaciones sobre moral. Suele pasar con frecuencia en las películas de Allen, lo paradójico juega un papel fundamental en la vida de sus personajes. Pero no voy a hablar de Allen y su estilo de cine filosófico, sino de Lucas, de Abe Lucas.
Este filóso no se iba a entregar nunca a la justicia porque por ese crimen premeditado lo tenía que pagar con su vida según las leyes. No se iba a entregar porque por primera vez en toda su existencia había logrado comprender por qué la gente amaba vivir, amaba tanto la vida y luchaba por ella. Entonces, como un crimen le abre la puerta a otro, diría Jill, Lucas planeó matarla. Es decir, no se iba a entregar, está claro, por tanto tenía que eliminarla, porque si él no se entregaba ella lo entregaba. ¡Cómo iba a renunciar Abe Lucas a su nueva vida, llena de sentido y color! De nuevo el tiro le salió por la culata, pero esta vez no falló la ruleta rusa. Pienso en Raskólnikov, también él se creyó un superhombre. Y pienso en mí.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Destierro

Salía a sudar toda la absurdez del día. Desde temprano había tenido la impresión de no poder esperar la noche para salir a correr el patetismo que se había apoderado de mí desde apenas entrado el alba. Y corrí largo rato, sin descanso, a la velocidad en que se pueden ver las cosas. Y vi niños jugar alegres junto a padres ausentes, distantes, un poco en otra cosa, en el teléfono, en el carro, con ropa de oficina encima, pesada, un hilo de algún perfume todavía. Corría y no me dejaba el absurdo, a mi lado, a mi ritmo, adelante, atrás, pero ahí. Seguía y más adelante el bus, lleno, la gente húmeda, hambrienta, somnolienta, cansada; y frenaba descortés y se apiñaban en el centro; arrancaba y se incorporaban de nuevo, volvían a la misma forma de antes, un poco encorvados para hacer contrapeso a algún bolso.  
 
Llegaba a un parque a buscar un aire que no me pareciera tan pesado, tan hostil, y a buscar algo de tomar porque no aguantaba la resequedad de los labios. Fue cuando vi la pareja. La brisa me traía un susurro extranjero, una voz ronca y seca, sorda, masculina, la que más hablaba. Luego de cinco minutos de disimulada atención supe que se trataba de una pareja de venezolanos, y me reproché no haberme dado cuenta antes, no haberlo sospechado al menos, intuido. Juzgué mi distracción. En suma, el venezolano, de espaldas, en mangas de camisa, que alguna vez fue blanca, le decía a la chica, con una convicción que me parecía infantil, que todo iba a estar bien. Naturalmente es muy distinto que planees un viaje, que te prepares, que juntes dinero y al cabo de cierta suma reunida te vayas, que te crezcan alas y vueles. Distinto es que organices, calcules todos los detalles con antelación, sepas a dónde vas a llegar y hasta tengas un empleo ya seguro, digno. Otra cosa es que decidas cuándo irte. En la cara de ese par no había tal cosa. Era la cara de unos desterrados, de alguien que tuvo que dejarlo todo de golpe; a juzgar por la edad, de un padre y una hija ya adulta, veintitantos, hablando del dichoso futuro; más bien hablando él, porque de la voz grave de la mujer sólo se escuchaban improperios en contra del culpable de su situación. Cuando al fin pude verle el rostro, bajo la luz amarilla, débil de una lámpara, vi en sus ojos apagados, negados a la noche, el destierro, la ignominia, un rictus de desconsuelo, de nada que hacer, de resignación. En cambio, el hombre sonreía sincero, dándole a su hija suaves golpes en la parte de la espalda desnuda y en el pecho de senos pequeños, puntudos, indiferentes. Ella negaba con la cabeza siempre, la frente arriba, húmeda, abyecta. Cuando alzaba la voz, el hombre le ponía el índice trémulo en los labios, dulce, tierno; no la dejaba insultar abiertamente, despotricar libre en un país ajeno que todavía no terminaba de aceptar su infortunio.  

Me iba. Salía corriendo de nuevo a gran velocidad para desprenderme de la imagen; pero al cabo, los pulmones reclamaban lo suyo, el espacio que la nicotina les venía robando por años, y tuve que parar, sentarme, descansar. Me pareció una ironía gigantesca el hecho de haber sido testigo de esta desgracia familiar justamente acaecida en el parque Venezuela.  Un momento más tarde me incorporé y seguí, caminando esta vez, lento, reflexivo, apretado.